Dir. Alberto Morales
 
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Una lectora nada común

Alan Bennett es autor de muchas y celebradas obras teatrales, como Habeas Corpus, Forty One Years On, Kafka's Dick y The Madness of George III; guiones cinematográficos como Prick Up Your Ears, y piezas televisivas, entre ellas Talking Heads y An Englishman Abroad, que lo han convertido en uno de los autores británicos más queridos.

12/07/2012 02:45:46 - Xalapa, Ver. por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Su trayectoria fue definida por Burton Kendle de la
siguiente manera: “Las obras de Alan Benett dramatizan el deseo humano de
encontrarse a sí mismo y a su mundo a través de un lenguaje juguetón e
inadecuado”.







 







Estos párrafos que evocan mi paso por las aulas de la FFyL,
me dan pie para compartir con el lector un bocado de cardenal (literario) muy a
modo para la temporada de vacaciones: Una lectora nada común.







 







En esta novela corta -o cuento largo- que tiene como centro
la lectura y el acto de leer, en lugar de una perorata como las que los bienintencionados
asestan a los no lectores, Bennett crea una situación ingeniosa y divertida:
pone a la reina Isabel, cerca de los ochenta años, a descubrir el placer de la
lectura. Y da vida a un asistente, Sir Kevin, como burócrata guardián de la
ignorancia y por lo tanto de la tranquilidad, pues se echa a cuestas la tarea
de intentar alejarla de los libros.







 







El texto de Bennett es una historia sin muchos recovecos,
lineal, de escritura sencilla, que se lee fácilmente y de una sentada –lo que
me recordó Los puentes de Madison- pero es muy ingenioso y supongo que resulta
aún más divertido para el público inglés, más familiarizado con los usos y
costumbres de la monarquía.







 







Casi por accidente, como ocurren muchas cosas importantes en
la vida, la reina Isabel comienza a leer y su interés va en ascenso hasta
convertirse en una obsesión. El autor parte de la premisa de que la Reina, con
la gran cantidad de compromisos políticos y sociales que debe atender, ha
estado toda su vida ajena a la lectura. Desde el inicio, nos muestra algo que
no es ficción: las personas que leen son extrañas, la gente desconfía de ellas,
parece como que el influjo de los libros las lleva a actuar diferente o bien
que se crean un mundo distinto y que se vuelven poco confiables. ¡Ah, mas para
esto está allí el fiel servidor Kevin: para alejarla de esta mala costumbre!







 







Bennett recrea -más bien caricaturiza- a la clase política
como no lectora. En una recepción oficial, un imaginario presidente francés se
alarma cuando la reina lo interroga sobre Jean Genet, de cuya existencia no
tiene la menor idea, y con la mirada busca desesperadamente a su ministra de
Cultura para que lo saque del aprieto.







 







Aparece tan inusual que una cabeza de Estado sea lectora
empedernida, que si lo hace en público debe ser con una lectura políticamente
correcta, para no enviar un mensaje equivocado. Los publicistas del reino
sugieren emitir un comunicado de prensa para informar que la Reina “gusta de
leer a los clásicos”, para justificar la elección. Las figuras públicas parecen
no tener derecho a leer por placer, pues como dice el asistente Kevin,
“tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la
alfabetización del país entero por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen
los jóvenes”. De otro modo, una Reina que lee se percibe como “no disponible”,
como “egoísta”.







 







Todo, lo que se lee y lo que no, tiene una lectura política.
Cuando la Reina intenta modificar su imagen en televisión y propone aparecer
con un libro en la mano, de inmediato se le cuestiona sobre el libro a
seleccionar. Ella escoge un poema de Thomas Hardy titulado La convergencia de
dos que habla del encuentro del Titanic y el iceberg. Mas el Premier, nada
divertido, advierte que es un mensaje que no puede suscribir el gobierno, pues
al público no se le puede permitir pensar que es imposible controlar al mundo.
“Es un camino que conduce al caos, o a perder las elecciones, que es lo mismo”.







 







Este tipo de pasajes puede mover a risa por la exageración,
pero el escritor, que se ha movido en los medios, sabe que son interpretaciones
que hoy en día están a cargo de “asesores políticos”: algunas son descabelladas
y otras no, ya que vivimos en un mundo de percepciones donde no importa mucho
lo que ocurre sino lo que se piensa que ocurre.







 







Sacarse de la manga el título “La Biblia” cuando le
preguntan a alguien sobre sus lecturas, especialmente cuando éstas no existen,
es un recurso común y Bennett lo retrata de manera divertida. Es la respuesta
que da un súbdito cuando la Reina le pregunta qué está leyendo. Se trata de una
salida fácil porque en la Pérfida Albión casi todo mundo tiene un ejemplar en
casa. La trama no es un secreto para nadie y es difícil someter a prueba al
supuesto lector.







 







Una imagen afortunada que consigue Bennett sobre el acto de
leer es cuando la Reina cae en la cuenta de que a los libros no les importa
quién los lee: lo mismo puede hacerlo una reina que la persona más plebeya del
Reino. En la lectura no caben monarquías. “La lectura es una mancomunidad, las
letras una república”, piensa el personaje-Reina cuando descubre el significado
de la expresión República de las letras: los libros no se someten. “Todos los
lectores son iguales y eso los remota al comienzo de sus vidas”.







 







Bennett llama la atención sobre algo que casi todos hemos
experimentado: lo insulso de los discursos políticos. Excepto algunos que ha
recogido la historia, e independientemente del partido o del puesto, casi todos
suenan igual, porque la naturaleza misma de sus fines hace que sean textos
directos, referenciales, escritos sin imaginación y creatividad. En la
narración de Bennett, la Reina, embarcada en el proceso de apreciar la lectura,
“tuvo conciencia de lo tediosas que eran aquellas bobadas que debía pronunciar
[…] «mi gobierno hará esto… mi gobierno hará lo otro»: estaba tan zafiamente
redactado y tan desprovisto de estilo o de interés que pensó que el acto mismo
de leer aquel texto era degradante”.







 







Para quienes ya tienen el feo vicio de la lectura, asomarse
a los hábitos recreados en la narración de Bennett es ingenioso y atractivo.
Primero, que -como decía Edmundo Valadés- “poder leer es ya no volver a estar
solo”, es disfrutar de esa soledad que sólo aprecian quienes han aprendido a
tener como buen compañero a un libro; segundo, que leer es algo que podemos
hacer sin ninguna finalidad concreta, sin justificación ni meta, sólo por el
disfrute de recorrer la vista sobre las letras y nadar en el placer de conocer
otras vidas y otras realidades; experimentar la emoción de elegir un libro y
dejar que los libros nos sorprendan; leer varios libros a la vez, pues quienes
se han dejado atrapar por la lectura saben que “confundir un libro con otro”
sólo es un pretexto de quienes no leen.







 







Se tiene la idea de que leer “es bueno” en forma genérica.
Esta ventaja se asocia con la adquisición de conocimiento, pero se piensa que
es la acumulación de datos, fechas o acontecimientos. Casi nadie ubica el
provecho en términos del conocimiento de sí mismo; es decir, de conocer a la
humanidad a través de muchos de sus ejemplares. A medida que la reina va
leyendo surge otra necesidad, la de escribir sus propias impresiones acerca de
lo que lee. Una noche descubre que “no pones la vida en los libros, la
encuentras en ellos”. Esto lo refiere de una forma parecida Jean Paul Sartre en
Las palabras, libro en el que describe cómo llegó a la lectura, en forma muy
temprana por cierto, pues aprendió a leer a los cuatro años y la enorme
biblioteca del abuelo lo condujo al mundo de los libros.







 







Dice Sartre: “Se despedían nuestras visitas, yo me quedaba
solo, me evadía de aquel cementerio trivial, iba a reunirme con la vida, con la
locura en los libros. Me bastaba con abrir uno para descubrir en él ese
pensamiento inhumano, inquieto, cuyas pompas y tinieblas superaban a mi
entendimiento, que saltaba de una a otra idea, tan rápidamente que se me
escapaba cien veces por página, y aturdido, perdido, dejaba que se fuera. Los
personajes surgían sin avisar, se amaban, se peleaban entre sí, se degollaban
mutuamente; el sobreviviente se consumía de pena, se unía en la tumba con el
amigo con la tierna amante que acababa de asesinar”. Ésta es la enorme y
valiosa oportunidad que nos dan los libros, la de vivir —con la lectura— vidas
que nunca tendremos.







 







En las críticas o reseñas sobre el libro de Bennett he
encontrado que se destaca la reverencia por la lectura combinada con el
reconocimiento al ingenio de retomar a un personaje de la vida real -¡y qué
personaje!- e imaginar cómo sería su camino de Damasco hacia el hábito de leer,
lo cual es una interpretación que da para mucho. Pero en mi lectura encuentro
relevante la agudeza con la que observa las costumbres de los personajes
políticos: el acartonamiento de Sir Kevin, la necesidad compulsiva de dar una
imagen, la ignorancia de muchos personajes de la vida pública y la gran
necesidad de la población de que esos rituales se cumplan puntualmente.







 







El final es sensacional. No lo delato. Sólo apunto que la
Reina rescata su vida de lectora y queda la insinuación de que, al igual que su
ilustre antecesor que prefirió el amor y cedió el trono, ella también abdicará
para seguir un camino elegido.







 







Ésta es otra de las ventajas de la literatura: no es una
ecuación matemática y las lecturas pueden ser muchas, tantas como lectores
haya. Dejo hasta aquí mis impresiones sobre Una lectora nada común, para evitar
el riesgo de que resulte un texto más abultado que el propio libro que comento.
Y ofrezco un postre: unas líneas de Convergencia de dos de Thomas Hardy:







 







I - En la soledad del mar, / al fondo de la vanidad humana,
/ del Orgullo de Vida que la concibiera, yace tranquilamente. / II - Aposentos
de acero, extintas ya las piras / de su fuego, salamandrino antes, /
atravesados por las frías corrientes, vueltos liras de rítmicas mareas. / III -
En los espejos, creados con el fin / de reflejar a hombres opulentos, / se
desliza —grotesco y viscoso, callado, / indiferente— un gusano de mar. / IV -
Las alegres alhajas diseñadas / para arrobar las mentes sensitivas, / están sin
luz y todos sus destellos son nimios, negros, nulos. / V - Peces con ojos de
menguante luna / contemplan los dorados aparejos / y se preguntan ¿qué hace
aquí tamaña petulancia?







 







 







 







 







 







Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.







 







11/7/12







 







 







 







 







 







@sanchezdearmas







 







 







 







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