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EN PRIVADO
"No importa quien estuvo contigo en tus momentos de felicidad, Sino quien estuvo contigo en los momentos difíciles"
15/08/2012 18:48:37 - Xalapa, Ver. por Ricardo Ramírez Juárez


UN CORONEL QUE SÍ TIENE QUIEN LE ESCRIBA…

 

 

Han pasado largos 37 años desde que el joven Ignacio Torres de escasos 17 años decidió enlistarse en las filas del Colegio Militar.

Nacido un 10 de septiembre de 1957 en una populosa colonia de la ciudad de Poza Rica, siendo por designio de Dios el primer hijo del matrimonio conformado por el señor Ignacio, de oficio carpintero y por la señora Camerina, mujer virtuosa concentrada a las labores del hogar.

Tuvo como misión desde niño, ayudar a la manutención del resto de sus hermanos, cinco en total, Hugo, Armando, Patricia, Abel y Alejandro.

Mientras el resto de sus compañeros de la escuela primaria en donde le tocó cursar sus estudios de nivel básico jugaban y reían como cualquier infante, el pequeño Ignacio, de rasgos morenos y de mirada firme, se sentaba en una pequeña barda ubicada frente a la pequeña plaza cívica de la escuela.

Con sus ojos avispados disfrutaba cada una de las jugadas que sus compañeros realizaban con una vieja pelota en sus inolvidables encuentros de futbol.

Los guardametas de ambas porterías defendían los ataques de los delanteros con excesivo profesionalismo, aunque en ello les llevara ensuciar su ya de por si deteriorada camisa blanca del uniforme escolar. Mientras que los delanteros de ambos bandos insistían reiteradamente en el ataque para meter el ansiado gol que los llevaría a la victoria, los porteros mostraban el coraje en cada uno de los intentos de cada una de las oncenas deportivas.

Los balonazos eran disparados con toda la fuerza de sus pequeñas figuras, buscando por un lado, el triunfo de la cascara rutinaria, pero por el otro, en la inocencia de sus edades, destruían con facilidad sus endebles zapatos que usaban del diario en el colegio.

El pequeño Ignacio los miraba y seguía el balón con sus ojos, aunque pocas veces externaba una porra hacia determinado equipo, casi todos los integrantes de su mismo salón, soportaba con estoicismo las invitaciones para participar en estos encuentros deportivos.

Muchos de sus compañeros de ese tiempo le preguntaron en más de una ocasión porque la negación para participar en la justa deportiva, algo tan normal en esa época escolar. Ignacio solo se concretaba a decir que no podía jugar, tomaba sus cuadernos que había cosido de hojas del año anterior y se retiraba a paso lento pero firme, como presagiando que algún día esas fuerzas debería de utilizarlas para fines más grandes.

Lo que nunca externó en ese tiempo ni ahora, es que su preocupación se concentraba en la pésima situación económica de su familia. No podía participar en las cáscaras de futbol no porque careciera de fuerzas o de capacidad para hacerlo, sino porque hacerlo implicaba maltratar su desgastado uniforme escolar, que ya lucía huellas indelebles del uso cotidiano, y que solo las manos santas de su señora madre, doña Camerina, lo hacían ver tolerable para ser usado, pero además, jugar futbol implicaba utilizar su único par de zapatos escolares, que siempre lucieron brillantes por las boleadas nocturnas que les aplicaba todas las noches antes de dormir y rezarle al Cristo de su cabecera, la imagen de un Cristo de madera que su abuela doña Josefina Quiroz viuda del sargento don Luis Torres, en uno de sus viajes a la ciudad de México le había traído de obsequio.

Ignacio contaba en 1967 con escasos 10 años de edad, cursaba apenas el quinto año de primaria, pero asumía un comportamiento de una persona adulta altamente responsable, cuyos pesos y centavos que ganaba en sus diferentes tareas realizadas luego de salir de clases, en vez de gastarlo en golosinas o en refrescos los iba guardando en su modesta caja de bolear que con sus propias manos había construido en el taller de carpintería de su señor padre.

Su herramienta de trabajo no sólo la utilizaba para lustrarse el único par de zapatos que con esfuerzo había logrado adquirir.

El fin de semana que empezaba desde la tarde del viernes, una vez terminada su tarea, que siempre adelantaba a la hora del recreo de ese mismo día, y culminaba virtualmente hasta la noche del domingo, tomaba su pequeña caja de bolear, encaminada sus pequeños pasos hacia la avenida principal de su colonia, conocida como La Petromex, donde comerciantes provenientes de diferentes comunidades rurales de la región del Totonacapan instalaban sus vendimias en el suelo, y con su voz infantil que conmovía hasta al más pintado, ofrecía "bola" a la paisanada.

Algunas mujeres y hombres indígenas que sentados en cuclillas ofrecían sus frutas, plantas, cecina, huevo y chorizo le miraban de reojo al pequeño, ni siquiera entendían el ofrecimiento de sus servicios por una sencilla razón, ellos, la mayoría o mejor dicho casi todos, andaban "a raíz", descalzos.

No faltaba el que explicaba el oficio del pequeño niño que había salido a ganarse unos pesos, los que fueran, para ayudar en el gasto a su amada madre, doña Camerina, quien compartía sus labores rutinarias en el hogar con la crianza de los otros pequeños hermanos que ya habían nacido, con el lavado y planchado de ropa ajena para evitar la falta de los sagrados alimentos de sus pequeños hijos. El pequeño Ignacio todo lo observaba y todo lo reflexionaba. Su mente de infante adquiría pensamientos de adulto de manera anticipada.

Los pocos pesos que lograba ganar en su oficio de bolero lo entregaba en las manos de su madre, mientras que otra parte de sus escasas utilidades las invertía en la compra de varias piezas de pan blanco y dos litros de leche, que como un padre cumplido y ejemplar depositaba en la pequeña mesa de pino que hacia la funciones de comedor. Su madre antes de servirle su vaso de leche que con el sudor de su frente se había ganado, en agradecimiento de su esfuerzo le depositaba un cariñoso beso en la frente que el pequeño Ignacio aceptaba con su característica seriedad que desde esa edad ya se empezaba a vislumbrar.

Logró terminar su educación primaria con las mejores calificaciones de su generación. Las felicitaciones que recibió de sus profesores le causaron cierta alegría, pero no tanto como el regalo especial que le obsequiaron los dos amores de su vida, su abuela doña Josefina Quiroz, quien compartía con amor el fruto completo de su pensión militar que se había ganado por haber sido esposa del sargento primero Luis Torres, fallecido años atrás en circunstancias nunca aclaradas, y su señora madre Camerina, quienes le cocinaron un rico estofado de conejo que por supuesto compartió con sus hermanitos Hugo, Armando y Patricia, el resto de esta "prole", Abel y Alejandro, aun no llegaban a este hogar.

Las vacaciones de ese verano no fueron para descansar o para disfrutar de algún viaje en algún sitio turístico. Ignacio fue a pedir informes en la escuela secundaria donde continuaría sus estudios, en su vieja libreta que aún le sobraban hojas apunto los requisitos elementales para ingresar al nuevo plantel, el pago de nuevas fotografías tamaño infantil de color negro, las características del uniforme que para su mala suerte no coincidían con su indumentaria oficial de la primaria, los zapatos escolares y de pilón, zapatos tenis, para las actividades deportivas que llevaban como una clase extraescolar, y por supuesto el pago obligatorio de la cuota de inscripción impuesta por la perniciosa asociación de padres de familia. Cada uno de estos rubros que debían ser cubiertos de manera obligatoria para cursar la secundaria, juntos se convertían en un gasto de tremendas dimensiones, tan grandes que necesitaría de muchas boleadas y de muchos mandados para lograr juntar el dinero.

El nuevo reto no le inmutó ni le quitó el sueño, siguió con su trabajo de bolero los fines de semana, y hasta se consiguió otro trabajo extra con una vecina amiga de su señora madre, la de vendedor de pan.

Por las mañanas acudía a la improvisada panadería de doña María "La Barca", una indígena papanteca que desde muy joven había hecho del oficio de la panadería su modus vivendi.

Bien bañado, con sus zapatos lustrados y su mirada firme, se entrevistó con la señora un domingo de ese caluroso mes de julio, quien le explico las reglas del negocio y el porcentaje que el novel vendedor obtendría por cada pieza de pan vendido.

Desde su primer día de trabajo en sus largos recorridos que hacía por las sinuosas calles de su colonia y de otras vecinas, observaba a la gente, a los adultos y a los niños, sobre todo cuando le tocaba ofertar su mercancía en las grandes residencias de dos pisos, donde nunca salía por el pan ni la señora de la casa mucho menos los hijos de la familia sino las trabajadoras domésticas, mujeres sencillas que de vez en cuando se conmovían por la humildad del vendedor de pan, invitándole una o dos piezas de su misma mercancía.

En plena adolescencia, Ignacio sólo esperaba llegar a un lugar baldío para engullir con singular fruición los panes que esas señoras que no le conocían le habían compartido amablemente.

Y así, día tras día, logró ganar el suficiente dinero para cubrir cada uno de los gastos que llevaría a cabo en la escuela secundaria.

Fueron tres años de trabajos forzados tanto en el ámbito académico como en el ámbito laboral. Ignacio no se daba tiempo de descansar, de jugar la cáscara con sus amigos de la escuela o del barrio, de salir a jugar con sus compañeros del salón, mucho menos de salir a jugar con su bicicleta, de qué manera lo habría hecho, si las utilidades de su trabajo nunca le permitieron ganar para adquirir semejante lujo. Una bicicleta era soñar con un imposible.

Los años transcurrieron de manera inexorable. El primer año de secundaria se fue con cierta dificultad, el segundo y el tercero ya no los sintió, sobre todo porque ya había acoplado sus actividades escolares con sus actividades laborales.

El infante de la primaria se convertía con el paso de los días en un hombre hecho y derecho de manera prematura. No era el adolescente en busca de aventuras o de travesuras, con disciplina se aplicaba al estudio y al trabajo, mostrando la necesidad siempre de ganar todos los pesos posibles para llevarlos a su humilde hogar, con el sueño que desde niño fue creciendo en su mente infantil, ganar el suficiente dinero para obsequiarle a su madre santa y pura una casa donde ella fuera la dueña absoluta del inmueble sin estar sufriendo por la incómoda visita mensual del arrendador, sobre todo cuando se llegaba el fin de mes sin un dinero ahorrado para ese gasto.

En 1972 logra terminar su preparación secundaria, graduándose de nuevo con las mejores calificaciones.

El joven adolescente sentía que su vida tomaba rumbo, no le desagradaba soñar despierto que algún día la vida misma le permitiría ganar el suficiente dinero para ayudar a su estoica madre, doña Camerina y a su amada abuela doña Josefina, los dos puntales de su vida, que aparte de consejos le entregaron todo su cariño y sentimientos para ayudarlo a materializar sus sueños de grandeza, una grandeza que sabía tenía que materializarse con mucho trabajo y con mucho estudio.

En la casa paternal, en vez de multiplicarse los panes o los privilegios, la familia seguía creciendo. Nació el pequeño Abel, un niño enfermizo y llorón, y antes de que cumpliera los tres años nació el último de la familia, el pequeño Alejandro.

El joven Ignacio solo observaba estos movimientos internos de su humilde hogar sin externar una sola protesta o queja alguna, mantenía con sobrado estoicismo su intenso ritmo de trabajo y se soñaba ganando muchos pesos para compartirlos con sus padres y con sus hermanitos, un sueño que en realidad carecía de toda viabilidad pues la situación económica de su familia, en vez de componerse en más de una ocasión parecía desbordarse, arrastrando sus proyectos como a un patético barco de papel.

Cuando le correspondía ingresar al nivel bachillerato la situación económica se complicó. Sus ingresos que lograba obtener ya no le permitieron seguir sus estudios en una escuela preparatoria escolarizada. Las cuotas mensuales que por esos años cobraban las prepas públicas y privadas se salían por muchos pesos de su modesto presupuesto.

Ignacio Torres aguantaba callado el dilema económico, su mente se movía aceleradamente para encontrar una respuesta al problema que en ese momento era el más grande su vida.

Cuando casi estaba sentenciado a perder la preparatoria por falta de recursos, un lejano amigo de la primaria que lo encontró con su gran canasto en la cabeza vendiendo pan por las calles de la gran ciudad, le comento la opción de cursar el bachillerato en una preparatoria nocturna, un nivel escolar autorizado por el Gobierno Federal y el Gobierno del Estado, cuya fundación dio inicio a raíz de la inquietud de los jóvenes que tenían que laborar en el día, pero deseaban continuar sus estudios por la noche. Bajo el lema "La misma oportunidad para todos", quienes iniciaron las gestiones necesarias para hacer realidad su propósito.

En el ambiente nacional, sobre todo en el ámbito estudiantil, permanecían recientes los acontecimientos suscitados en la plaza de Las Tres Culturas o plaza de Tlatelolco, ocurridos el 2 de octubre de 1968, donde cientos de estudiantes fueron brutalmente acribillados en esa emblemática plaza ubicada en la delegación Cuauhtémoc del Distrito Federal.

El joven Ignacio Torres escuchaba los incendiarios discursos contra el gobierno federal en turno que algunos jóvenes inquietos disertaban ante sus compañeros en sus llamados comités de huelga, invitándolo a participar en sus marchas de aniversario luctuoso que en cada 2 de octubre solían realizar.

Habían transcurrido casi cinco años de ese convulso 1968 a 1973, año en el que el joven Ignacio ingresaría a la escuela preparatoria nocturna, una opción escolar para los obreros que deseaban seguir con su preparación en las aulas.

Como agua se fueron los tres años de la preparatoria.

Ignacio devoro por las noches y las madrugadas todos los libros de texto que le pusieron enfrente para cursar las materias del plan de estudios y de paso, disfrutó y abrevo de muchas obras y de muchos autores en la biblioteca familiar de su vecino y tío Raymundo Torres, mejor conocido como El Tío Mundo, un querido familiar que desde su modesto oficio de peluquero había logrado adquirir en varios años una enorme lista de libros que gustaba comentar en su empresa familiar que compartía con dos de sus hermanos.

En esa biblioteca familiar, donde le permitieron llevarse los libros a su casa, leyó y releyó las biografías de los grandes estadistas del mundo como Charles de Gaulle, Adolfo Hitler, Mao Tse Tung, Carlos Marx, Napoleón Bonaparte, pasando por el repaso constante de las biografías completas de cada uno de los presidentes de México, desde el tramposo de Agustín de Iturbide, Guadalupe Victoria, don Vicente Guerrero, Valentín Gómez Farías; Antonio López de Santana, el seductor de la patria que tantos daños ocasiono a nuestro país; don Benito Juárez García "El Benemérito de las Américas; Fernando Maximiliano de Habsburgo, el invasor que termino fusilado con varias descargas de máuser sobre sus partes nobles en el cerro de las campanas, última petición que le fue concedida por el pelotón liberal juarista; don Sebastián Lerdo de Tejada; el general oaxaqueño Porfirio Díaz Mori, que llegó al poder con su lema de sufragio efectivo no reelección y termino gobernando al país por más de 30 años; el breve periodo de gobierno de su compadre Manuel González; don Francisco I Madero; "El Chacal" Victoriano Huerta; don Venustiano Carranza; el general Álvaro Obregón, asesinado cuando se preparaba para gobernar el país por segunda ocasión; el general Plutarco Elías Calles; el general michoacano don Lázaro Cárdenas del Rio; el general poblano Manuel Ávila Camacho; hasta el primer presidente civil de México, después del periodo convulso de la Revolución Mexicana; don Miguel Alemán Valdés; don Adolfo Ruiz Cortines, don Adolfo López Mateos; Gustavo Díaz Ordaz, hasta don Luis Echeverría Álvarez, que ese tiempo gobernaba el país después de haber permanecido oculto por varios años en los sótanos del poder político desde la Secretaría de Gobernación.

El joven bachiller Ignacio Torres, asimilaba en silencio los conocimientos de cada una de estas personalidades.

Su madre solo le observaba en sus pequeños ratos libres que le quedaban para descansar, mientras que su abuela Josefina, comentaba en voz baja, "Mi Nacho" seguro que va llegar muy alto…"

Y esa fe que le tomó al joven bachiller se multiplicó cuando definió el siguiente paso luego de terminar de manera satisfactoria sus estudios de bachillerato.

Corría el año de 1975, el joven Ignacio estaba a punto de terminar su preparatoria de nuevo con las mejores notas académicas. Nada de fiestas de graduación ni de compra de anillos ni de fotografía de generación. En la mente del joven bullía el sueño de seguir con su preparación universitaria, un sueño literalmente inviable para alguien que apenas sobrevivía con algunos pesos en la bolsa.

No externaba sus aspiraciones, pues nadie le entendería la dimensión de su proyecto, menos le ayudarían para realizarlo.

Los días transcurrían, el joven seguía estudiando todos los libros que caían en sus manos, y por las tardes se iba con doña María La Barca, la panadera de la colonia que le había tomado un especial cariño a su vendedor estrella de pan, y como no había de serlo, si el joven Ignacio había salido más bueno que el pan, nunca le faltó ni le sobro un solo peso ni tampoco un solo pan, cosa extraña para un joven con tantas necesidades.

En uno de esos recorridos cuando ofrecía el pan caliente de su patrona, llegó hasta el cuartel del Séptimo Batallón de Infantería de la Secretaría de la Defensa Nacional ubicado en ese tiempo, casi frente al Gimnasio Municipal de Poza Rica, no tan lejos de su colonia La Petromex.

Los sueños de seguir estudiando el nivel universitario no se le quitaban de la cabeza, aun cuando las posibilidades económicas se interponían como un grueso muro muy difícil (pero no imposible) de brincar. Pero Ignacio no cedía a su ambición y confiaba en el supremo creador que así como le había ayudado a terminar su educación preparatoria, así le ayudaría en esta siguiente etapa. Y así fue.

Esa tarde de ese caluroso mes de mayo, concretamente el viernes 9 de mayo de 1975, un día antes del festejo del Día de las Madres. La venta de pan había disminuido considerablemente por los fuertes calores de esa ciudad. El joven comerciante de pan no había logrado terminar su venta en la colonia ni siquiera entre su extensa cartera de clientes que ya había logrado conformar en otras colonias vecinas, por lo que tuvo que enfilar sus pasos hacia otras colonias de Poza Rica.

En el ocaso de ese viernes, que por cierto, marco su biografía personal, camino por el amplio boulevard y sus ojos se encontraron con el campo deportivo donde decenas de jóvenes marchaban con paso marcial con su respectiva arma de cargo. Era un pelotón de soldados integrantes del Séptimo Batallón de Infantería. Mientras observaba los ejercicios marcados por el oficial al mando del grupo, puso su grande canasto en el suelo y se sentó en una pequeña barda.

Los gritos del oficial llegaban claramente hasta sus oídos, mientras los jóvenes soldados corrían en círculo en el campo deportivo gritando a todo pulmón la frase: "Te lo dije te lo dije, no te metas de soldado". "Ya no pueden", gritaba el oficial con su fuerte vozarrón, y los jóvenes exhaustos, respondían con desbordante optimismo: "Si podemos, si podemos".

Cuando el oficial termino con las practicas camino muy cerca del joven Ignacio Torres que a punto estaba de terminar su preparatoria o mejor dicho ya había terminado, pues había logrado exentar casi todos los exámenes finales del plan de estudios correspondiente al tercer año de bachillerato.

-Buenas tardes- saludo el oficial al joven Ignacio. Buenas tardes- respondió, el vendedor de pan con un tono respetuoso.

-Y a que se dedica usted aparte de vender pan, le comento el oficial. Estoy a punto de terminar mi preparatoria señor.

-Y que vas hacer ahora que termines tu prepa, seguir vendiendo pan acaso?.

No señor –respondió el joven panadero- Tengo deseos de seguir estudiando pero lo que no tengo es dinero para hacerlo, solo estoy esperando una oportunidad para continuar con mis estudios y yo creo que lo voy a lograr, aunque hasta ahora no se ha dado esa oportunidad.

El oficial le miró a los ojos y descubrió en la mirada del humilde panadero un hambre de prepararse, una mirada que le conmovió sobre todo por la firmeza de sus respuestas que el joven le había dado a cada una de sus interrogantes.

-Si quieres acompáñame, te voy a proporcionar una convocatoria que la Secretaría de la Defensa Nacional cada año emite para que jóvenes como tú, de todo el país, hagan una carrera militar en sus instituciones de educación superior, que pueden ser el Colegio Militar o el Colegio del Aire, entre otros.

-Muchas gracias señor- le agradezco su atención.

No me agradezcas nada, yo solo te voy a dar la convocatoria, tu eres el que deberás aprobar todos los exámenes físicos y de conocimientos para ingresar en alguno de estos colegios, y peor aún, deberás dedicar todo tu esfuerzo para egresar de los mismos, la tarea no es fácil joven amigo, ingresan miles a los colegios militares y egresan unos cuantos de sus aulas. Los jóvenes tienen toda la fuerza necesaria para lograr cuanto objetivo se propongan, pero la falta de disciplina y la falta de hambre por cambiar su realidad termina poniéndolos fuera de esta gran oportunidad.

El oficial le entregó una convocatoria en las manos del joven Ignacio, quien rápidamente recorrió con su mirada cada renglón y cada palabra.

Doblo el documento con sumo cuidado y lo metió a la bolsa de su pantalón, y dando las gracias, se despidió de ese oficial con grado de capitán primero con un saludo militar.

Como pudo logró reunir todos los requisitos para inscribirse en el Colegio Militar, convoco a algunos familiares, entre otros a doña Bertha, la esposa de su tío Mundo, quien no dudó en ponerle un modesto fajo de billetes en el bolsillo para lograr su objetivo; su madre doña Camerina extrajo sus modestos ahorros logrados de las planchadas y lavadas de ropa ajena, y por supuesto la abuela doña Josefina, puso otros pesos en la bolsa del joven que salía a la ciudad de México a cumplir una cita con su destino.

Aun con todos esos pesos en la bolsa, en la ciudad de México pronto se le terminaron los recursos. Y precisamente cuando estaba a punto de presentar su examen en el Colegio Militar el dinero se le había terminado, por lo que dos días antes de llegar al examen, se tuvo que dormir en las bancas de un parque muy cerca de la mencionada institución militar y comer, algunos pedazos de pan que como en el pasaje bíblico, extrañamente se le seguían multiplicando.

Presentó su examen de admisión junto con cientos y miles de jóvenes, algunos elegantemente ataviados, acompañados de sus padres que los habían ido a dejar en lujosos vehículos. Ignacio no lucia sus mejores galas, físicamente estaba en pésimas condiciones, pero emocionalmente su mente estaba al cien por ciento, pues aun sin alimentos en el estómago y en condiciones totalmente adversas e infrahumanas para cualquier estudiante, había estudiado como nunca antes lo había hecho en su vida, se había grabado cada una de las letras de su inmenso temario, español, historia, matemáticas, física, química, todas las ramas de la ciencia las había "macheteado" hasta el cansancio. Estaba preparado para el examen como ninguno de los miles de jóvenes que ese mismo día presentaron su prueba de admisión, porque él mismo sabía que en ese examen le iba toda su vida de por medio, todo su futuro. No podía darse el lujo de fracasar y regresar para el siguiente periodo escolar como lo hacían otros jóvenes, la oportunidad se le había presentado y había que aprovecharla, era ahora o nunca.

Cuando termino su examen, al joven estudiante el hambre le agobiaba, pero por otro lado, el Dios de nuestros padres no le olvidaba ni le soltaba de la mano. Se había ajustado con vehemencia al infalible dicho de "Ayúdate que yo te ayudaré". Un paisano de Poza Rica a quien se encontró de manera casual en las instalaciones militares, al percatarse de su difícil situación no dudo en invitarle una torta y un refresco, pero como el aspirante a cadete del Colegio Militar mostraba mucho apetito en vez de una torta fueron tres las que ese día su amigo ocasional tuvo que pagar.

Los días y las semanas en el Distrito Federal después de ese examen se hicieron eternos, en tanto recibía el resultado de su prueba presentada. La situación económica empeoraba y por supuesto las condiciones para sobrevivir de este perseverante joven eran cada vez más difíciles.

Dios aprieta pero no ahorca, cuando sus fuerzas y su perseverancia estaban a punto de desfallecer, una amiga conocida de su familia en la ciudad de Poza Rica, Rosario, pero mejor identificada como Chayo, se había venido a la ciudad de México años atrás a probar suerte y había contraído nupcias con un joven obrero, con quien a duras penas sobrevivía en un pequeño cuarto que rentaban en una colonia ubicada en las goteras de la gran ciudad. Ignacio regresaba del Colegio Militar a donde había acudido a preguntar del resultado de su examen, la respuesta aún no había llegado y había que esperar más tiempo. En el transcurso del camino del Colegio a su casa, (o al parque) donde había pasado las últimas semanas por carecer para el pago de un cuarto de renta se encontró con Chayo, la amiga de la infancia que rápidamente lo identificó. El encuentro fue gratificante.

-Que andas haciendo por acá Nachito. Ignacio con toda la seriedad que le caracteriza sintetizo la historia de su vida y su intención de ingresar al Colegio Militar. La mala situación económica que pasaba no era necesario que la detallara a leguas se observaba que el joven Ignacio andaba en serias dificultades financieras. Chayo había aparecido en su vida como un ángel enviado por Dios, no cargada de billetes pero si repleta de mucho sentimiento y sensibilidad para tenderle la mano a su lejano amigo de la infancia.

Te invito a mi casa- le disparó a quemarropa-, para que te comas algo y te tomes un café, mientras me cuentas que ha sido de tu familia. Gracias Chayo te lo voy a agradecer, claro que te lo acepto, respondió Ignacio.

Cuando Nacho ingresó al pequeño cuarto de Chayo ni siquiera se dio cuenta que solo había una silla en el comedor y que la sencilla habitación solo contaba con lo más elemental para sobrevivir.

Chayo se disculpaba por la escasez de los alimentos que ofrecía al circunstancial invitado, un plato de frijoles que extraía de una olla tiznada, unos huevos revueltos y una salsa macha recién molida en un viejo molcajete. Ignacio, esa tarde noche no comió, devoro casi por completa la olla de frijoles, limpió su plato hasta dejarlo completamente limpio, no era para menos, la ausencia de alimentos por varios días lo había dejado casi sin fuerzas. Para rematar esa cena frugal Chayo le puso un vaso grande repleto de leche bronca y tres piezas de pan, dos conchas y un bolillo con suficiente mantequilla. El esposo de Chayo regresó de sus labores rutinarias, y se sumó a la fiesta que se había improvisado por la llegada del visitante circunstancial.

Chayo lanzó la pregunta obligada. Oye Nachito y por dónde estás viviendo? Ignacio tragó gordo y respondió un tanto apenado.

–Chayo, la verdad no tengo ni donde vivir, me he estado durmiendo hasta en las bancas de un pequeño parque cerca del Colegio Militar, la situación ha estado muy difícil, pero creo que en unos meses se compondrá. Chayo no lo dejó terminar.

-Te entiendo Nacho, no te preocupes, como podrás ver esta casa no es grande (era apenas un cuarto) pero si gustas te ofrezco de todo corazón el techo de mi hogar para que te quedes hasta que puedas pagar un cuarto o un departamento.

Desde esa noche hasta ocho meses después, Ignacio se quedó a vivir en esa humilde vivienda, donde desde muy temprano antes de irse al Colegio Militar, su amiga Chayo le ponían un par de huevos estrellados, un rollo de tortillas y un vaso de leche acompañado de tres piezas de pan. El sentimiento de solidaridad se percibía en el ambiente, la vecina de Poza Rica se había sumado a su proyecto, un proyecto que con el transcurso de los días tomaba forma.

Los meses transcurrieron de ese lejano 1975, hasta culminar los estudios en el Colegio Militar en el año de 1979.

El joven militar alcanzó el grado de teniente en 1981. Con sus insignias en su elegante traje en la navidad de ese año llegó de manera sorpresiva a su casa, cargando sobre sus manos algunos modestos regalos para sus seres queridos, en especial para su señora madre Camerina, y su abuela doña Josefina, así como para sus hermanitos.

La familia Torres, esa noche de navidad festejó con una sidra y unos camarones al mojo de ajo el éxito logrado por el hermano mayor. El primer ascenso de muchos que lograría en su novel carrera militar.

En 1982, los Torres tuvieron una lamentable pérdida, la abuela Josefina, la madre cariñosa de todos los nietos, la que había logrado salvar a su nieto Hugo luego de haber padecido una fuerte infección intestinal al trasladarlo en sus brazos a la ciudad de México al hospital militar, había sufrido un trágico accidente, al ser atropellada por un veloz vehículo en una de las principales avenidas de la ciudad de Poa Rica, falleciendo casi de manera instantánea en el lugar de los hechos. Todos los hijos lloraron su partida, pero más sus nietos, a quienes había brindado cariño y amor en exceso. Al Teniente Ignacio Torres le avisaron de la tragedia suscitada en su familia, quien logro obtener el permiso de sus superiores para asistir a los funerales de su amada abuela, a quien a la hora de ser sepultada prometió dedicarle cada uno de los ascensos obtenidos en su carrera militar que apenas iniciaba.

 

MAESTRIA EN ADMINISTRACIÓN MILITAR PARA LA SEGURIDAD Y DEFENSA NACIONALES

 

Este martes 14 de agosto, al filo de las 10 de la mañana, ante la presencia del Secretario de la Defensa Nacional, General de División, Guillermo Galván Galván; del Secretario de Gobernación, Alejandro Poiré Romero y del Secretario de Seguridad Pública Federal, Genaro García Luna, entre otros relevantes funcionarios de la Secretaría de la Defensa Nacional, el ahora Coronel Ignacio Torres recibió el título de su Maestría en Administración Militar para la Seguridad y Defensa Nacionales cuyo examen fue aprobado por unanimidad por los sinodales asignados para la revisión de su trabajo de tesis que presento y defendió ante los mismos. "Propuesta para unificar las vertientes del pensamiento civil y militar en materia de seguridad nacional".

A su lado estuvo su madre, la señora Camerina, entre otros familiares, que estoicamente soportó los vendavales de la vida, y sobre todo tuvo la capacidad de forjar una familia repleta de valores en toda la extensión de la palabra. Felicidades desde este espacio al Coronel Ignacio Torres, quien nos ha distinguido con su indeleble amistad.


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