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EN PRIVADO

CRISANTO, UN ÁNGEL NACIDO EN NAVIDAD...
CONVERTIDO EN GENERAL DE DIVISIÓN

25/12/2013 22:13:13 - Xalapa, Ver. por Ricardo Ramírez Juárez











No fue una llegada a este mundo llena de privilegios ni nada que se le pareciera. Su padre Mariano fue un rudo campesino que compartía su tiempo sembrando su pequeña parcela, con las aficiones naturales de los rancheros, amantes de la fiesta brava, del jaripeo, de la pelea de gallos y de las carreras equinas, donde en más de una ocasión apostó todo el fruto de su cosecha a las patas de un caballo, al igual que a una partida de baraja.

Su madre fue seducida por el verbo y la gracia de este gallardo campesino de apellido Romero, quien montado en su caballo alazán era el terror de las jóvenes más guapas de la región.

De este romántico y circunstancial encuentro nació un 24 de diciembre de 1965 un hermoso niño de tez morena y pelo oscuro que pesó cuatro kilos 250 gramos. Un peso que demostraba que con el paso de los años ese infante sería un joven robusto y fuerte para las tareas del campo.

Cuando la partera logró extraerlo del vientre de su señora madre lo puso en las manos de su padre, quien jubiloso lo cargó en sus brazos y festejo su llegada con un singular grito de alegría, de eso gritos que externaba cuando su yegua favorita lograba ganar la carrera de compromiso en los famosos carriles de la comunidad La Encantada en el municipio de Cazones.

Fue bautizado con el nombre de Crisanto.

De los primeros años poco se acuerda, solo que en cada fiesta de navidad, su padre don Mariano se apuraba a regresar de donde andaba para traerle un modesto obsequio al menor, y de paso, al resto de los integrantes de la prole.

El niño Crisanto, desde pequeño demostró su facilidad para el estudio, en vez de ir con sus hermanos Ricardo, Marcos, Efrén, y Mariano, entre otros, a jugar al caudaloso río Tecolutla luego de ir a la escuela, se apartaba del grupo y se disponía a leer voluminosos libros que conseguía con su maestra.

Por sus manos pasaron las biografías de los más relevantes generales de la historia, Napoleón Bonaparte, Alejandro Magno, Escipión "El Africano", Rodrigo Díaz de Vivar "El Cid Campeador", Guillermo de Normandía "El Conquistador", Simón Bolívar y Hernán Cortes, entre otros. Y por supuesto, abrevó con singular fruición las historias personales de los personajes más relevantes de la historia mexicana como don Benito Juárez, don Miguel Hidalgo, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Porfirio Díaz Mori, Álvaro Obregón y don Plutarco Elías Calles.

Mientras sus hermanos Ricardo, Marcos y Efrén, se zambullían en medio de risas y de carcajadas en las caudalosas aguas de ese río, el pequeño Crisanto viajaba por el mundo y por las vidas de los generales y de los jefes de estado de los países más importantes del mundo.

En su imaginación se miraba al lado de esos grandes hombres obedeciendo sus órdenes y por supuesto con un arma asignada para enfrentar a los enemigos. Su emoción crecía cuando se imaginaba escuchar la voz sonora de estos personajes, enviándolo al campo de batalla, de donde, siempre regresaba con buenas noticias...

Pero cuando cerraba la última página de cada una de sus libros, su adversa realidad le preocupaba más que ser herido en esas ficticias batallas. Sus pies no traían zapatos y menos los botines que solían usar los hijos de los grandes terratenientes de ese tiempo; en su morral, siempre encontraba un tercio de enchiladas apiladas magistralmente por las manos cariñosas de su madre, pero no había más.

Conforme empezó a crecer fue descubriendo que la vida no era de privilegios gratuitos ni regalados. Su mismo padre le enseñó que para comprarle un par de zapatos nuevos debería de someterse a largas y extenuantes jornadas bajo el ardiente sol. Sus pequeñas manos y cortos brazos ni siquiera servían para manejar con habilidad el machete o la coa para segar la yerba, pero en vez de eso, lo comisionaban para mover las piedras de los surcos y trasladarlas a la frontera de la parcela, un pequeño costal le servía para mover ese pesado cargamento.

Aun cuando era un pequeño de escasos ochos años percibía todos los problemas de la gente adulta de su casa, entendía que su padre era un hombre muy trabajador pero también que a veces la cosecha no se daba y cuando la cosecha era buena, cuando las trojes se llenaban hasta el tope de mazorcas o de bultos de frijol, entonces a todos los campesinos de la región les iba igual, y ese pequeño detalle provocaba que los precios del producto se vinieran abajo, al grado que a veces ni convenía levantar la añorada cosecha.

Todos los hijos se levantaban temprano para hacer sus labores del campo, cada uno tenía una comisión diferente. Ricardo, era el encargado de llevar el almuerzo a su padre; Marcos, estaba casi siempre destinado a llevar la comida a los mozos que le ayudaban; Efrén tenía como trabajo quitar las monturas a las mulas y machos y traerles suficiente zacate para la cena, mientras que el pequeño Crisanto, cuando salía por las tardes de la escuela, para cerrar el día, le encargaban quitar las piedras de los surcos que obstaculizaban la limpieza de los amplios maizales y frijolares. Una misión que parecía tenía solo como objetivo forjarlo en la ruda disciplina del trabajo...

En la navidad de 1977, cuando cumplía doce años de edad, el pequeño Crisanto, inspirado en la biografía de sus héroes decidió dar el gran salto de su vida.

Esa noche de navidad, don Mariano y su familia, todos, festejaron el nacimiento del niño de Jesús, no fue una fiesta donde hubo regalos o música, exceso de comida o de licores. Más bien, fue una conmemoración austera, sencilla en exceso.

En la mesa solo había un par de gallinas rellenas y unas jarras de atole agrio para el festejo de esa noche. El rollo de tortillas de mano recién sacadas del comal era gigantesco como también lo era el molcajete, donde se veía una salsa picosa como le gustaba al jefe del clan. Cada quien tomaba su pieza, pequeña, para degustarla parsimoniosamente. Y también sabia cada uno de los asistentes en esta mesa, desde el más grande hasta el más pequeño, que no había lugar para la repetición. Si alguien no quedaba satisfecho con su austera ración de carne debía de terminar de llenarse con unos tacos de salsa macha. Y con varios vasos de atole, ese sí, hasta que la gigantesca olla se terminara de vaciar.

Cada uno de los pequeños conforme iba terminando el ritual de la cena se retiraba para acomodarse en alguna parte de la pequeña morada, extendiendo sus ruidosos catres que a leguas mostraba ya era urgente un cambio de costal, pues por todas partes se le veían enormes agujeros que habían sido cosidos improvisadamente con agujas de arrea.

Una vez acostados todos los niños apilados en sus catres, el jefe de la casa, se salía cauteloso del hogar, para luego montar su caballo y partir al pueblo más cercano donde ya se escuchaban los cuetes de arranque y los acordes de un grupo musical que eran parte de los festejos de esa fiesta de navidad.

El pequeño Crisanto, con doce años cumplidos ese 24 de diciembre, decidió ir tras su destino, tras ese mundo que había descubierto en las páginas de los libros de su maestra.

Nadie supo de dónde sacó fuerzas y valor para enfrentar el adverso futuro que le deparaba el destino.

Guardó con mucho sigilo un morral y una vieja frazada en la troje más alejada de la casa, donde también ocultó unas monedas que había logrado guardar de sus ahorros de varios meses.

Había oído hablar en las pláticas de los adultos cuando se le permitía estar cerca que para llegar a la cabecera municipal de Papantla se necesitaban cuando menos cinco pesos de plata, como esas que su padre don Mariano recibía de los grandes comerciantes a la hora de vender su cosecha y como veinte pesos más, para llegar a la capital del país, la ciudad de México.

Dos pantalones de gabardina comprados en un remate a un par de trabajadores de Pemex, los menos maltratados y, dos camisas notoriamente luidas del cuello y de los puños de tantas lavadas eran parte de su equipaje, junto con su modesto cobertor, formaban parte de su gran equipaje que le servirían para llegar a la gran ciudad, esa gran ciudad donde tenía la plena seguridad que lograría materializar sus sueños que había logrado incubar desde su más tierna infancia.

Lo peor del caso, es que se iba sin el consentimiento de sus padres, porque sabía que si les compartía el secreto de su proyecto todos se reirían a carcajadas y terminaría siendo la burla del resto de sus familiares.

Salió de su comunidad de Cerro Blanco en las primeras horas de ese 25 de diciembre de 1977. Doce años de edad. Su objetivo. Estudiar y ser un hombre de bien, como estaba seguro lo fue y lo era nuestro señor Jesucristo.

Fueron muchas horas de camino, no se pudo ir por la ruta normal porque pudo haber sido visto por algún arriero o vaquero de esa región, se fue por las brechas y por algunas veredas poco transitadas. Cuando veía acercarse algunos caballerangos arreando sus vacas hacía los potreros se escondía en los zacatales y poco después continuaba su camino.

Antes de llegar a la cabecera municipal de donde partiría en autobús a la capital del país le agarró la noche, y para su buena fortuna descubrió ante sus ojos un pequeño caserío constituido por varias casas de adobe.

Tocó la puerta de la que se suponía era la casa principal. Luego de tres fuertes golpes sobre la pesada puerta elaborada con tablones de madera rustica de cedro esta se abrió y del interior de la casa asomó un sujeto de pelo y barba blanca ataviado con el autóctono traje totonaco. El pequeño Crisanto le explicó que se dirigía a Papantla y que le había agarrado la noche y que le pedía posada para descansar y comer algo a cambio de algunas monedas que cargaba en su viejo morral.

El anciano lo miró de arriba hacia abajo con cierta perspicacia, y no era para menos, por esos años, los asaltos a los caseríos cada vez eran más comunes, asaltos que a veces terminaban en violentos homicidios cuando los caseros oponían resistencia al atraco de estas perniciosas pandillas, solo que el rostro moreno del niño y su ojos vivaces y sinceros le transmitieron toda la tranquilidad del mundo para hacerlo pasar.

El pequeño Crisanto descansó cuando traspasó la puerta de aquel humilde hogar, el frío, el hambre y el cansancio hacían ya estragos en su persona, y lo que menos deseaba en esta parte de su aventura era enfermarse. El anciano le ofreció un vaso de atole y lo invito a sentarse en su mesa, que no era más que un par de tablas acomodadas sobre unos pesados troncos y las sillas, eran unos rollos de bolotes (el hueso que queda al desgranarse las mazorcas de maíz) amarrados con alambre.

Una vez saciada su hambre y su sed el anciano le invitó a acercarse a un viejo tronco de chijol convertido en brasa ardiente que daba el suficiente calor a la humilde morada.

El anciano que ni siquiera dio su nombre, le preguntó al pequeño a donde se dirigía y que buscaba en aquel lugar.

Crisanto le narró con lujo de detalles su pequeña biografía personal y su gran sueño de estudiar por sí mismo en la capital del país para regresar a ayudar algún día a sus padres y sus hermanos.

Los ademanes de sus pequeñas manos y brazos mostraban el gran optimismo que ese infante cargaba en su interior.

El viejo le miro a sus ojos y descubrió en sus pupilas que ese pequeño no mentía y que sus palabras estaban cargadas más que de optimismo de excesiva fe.

El anciano le recitó una pequeña frase para motivar al niño Crisanto del que percibía ya nadie lo podía frenar en la búsqueda de su destino: Ten fe, cree en ti. Ten fe cuando se cierren todas las puertas delante de ti. Cuando las noches sean frías y sientas que la soledad te abraza. Cuando en cada intento por la vida nazca un fracaso. Cuando te sientas cansado y agotado de este largo camino. Cuando todos duden de que tú podrás vencer.

Cuando seas objeto de burla de alguna persona ignorante.

Cuando no encuentres un motivo para vivir. Ten fe y cree en tí, porque: Si quieres, ganas...

Pero si crees no poder lo más seguro es que no podrás, si crees que estás perdido, ya perdiste. El poder del ser humano está en la mente, si crees que eres superior, lo eres. Tienes que estar seguro de ti, el ser que gana en la vida es aquél que cree poder ganar. Ten fe, Cree en tí y Vencerás.

Antes de que Crisanto reaccionara, el anciano le hizo una pregunta. ¿Cuantas monedas traes en tu morral y si estás dispuesto a pagar por unos consejos que yo suelo obsequiar a los viajeros que se quedan en mi humilde posada? El pequeño recontó cada uno de los pesos y centavos que traía amarrado en su pañuelo, descontando el pasaje hasta la cabecera municipal y hasta la capital del país, para los alimentos y para pagar el hospedaje de esa noche en esa humilde morada. Doce pesos, respondió con seriedad. Y por supuesto que estoy dispuesto a pagar por esos consejos.

Correcto asintió el anciano. Cada uno de estos consejos los debes de grabar en tu mente y en tu corazón. Si los aplicas serás un hombre de éxito, si los desdeñas o se te olvidan, tendrán muchos problemas para sobrevivir y por supuesto para alcanzar tus objetivos que te obligaron a dejar tu casa y tu familia.

Va el primero: Pueblo que fueras, haz lo que vieras.

Va el segundo: Hombre casado, dormir con cuidado.

Va el tercero: No te metas en lo que no te importa

Va el cuarto: Si ganas un peso gástalo, si ganas dos pesos, ahórralo, si gastas tres pesos, inviértelos.

Cada consejo tiene un costo de tres pesos, por lo que ahora me debes los doce pesos que traes en el morral. Crisanto pagó una a una las monedas pactadas. El viejo le mostró una esquina y un petate donde le tocaría dormir siempre cerca del grueso tronco que convertido en brasas daba el suficiente calor para ambos.

Aun con todo el cansancio que traía sobre sus espaldas el pequeño Crisanto no podía conciliar el sueño, la grandeza de su objetivo se lo impedía. Aun así, estiro su cuerpo y con mucho esfuerzo logro conciliar el sueño un par de horas antes de que empezaran a cantar los papanes y los gallos.

Se levantó antes que el anciano y acomodando sus pequeñas pertenencias con suficiente discreción se dispuso a abandonar la pequeña morada. El viejo desde su camastro le deseo un buen viaje y el éxito de su objetivo.

Caminando sobre los potreros llenos de rocío logró llegar a Papantla antes de las siete de la mañana.

Como lo hacen los adultos se dirigió a la ventanilla de los boletos y compró el suyo a la ciudad de México. La señorita que le puso en sus manos el boleto lo hizo con cierta desconfianza, no era normal que un pequeño se dispusiera viajar a la ciudad de México solo sin la compañía de un adulto, pero como no había nadie a quien consultar decidió venderlo a su pequeño cliente.

El 27 de diciembre por la noche logró llegar a la Ciudad de México. En la central camionera le causó gran sorpresa el bullicio provocado por los miles de transeúntes que iban y venían de todas las partes del país. El ruido de los automóviles le causaba igual una extraña sensación que no podía describir. Por varias horas se quedó atónito mirando las miles de luces que se encendían y se apagaban a lo largo y ancho de la gran ciudad.

Todo se veía inmensamente grande. Más grande de lo que pudo haber leído en algún libro o en alguna novela de sus autores preferidos. En el interior de su estómago sentía un hormigueo extraño que parecía miedo, como ese temor que empezó a sentir cuando el autobús se empezó a alejar por decenas de horas de Papantla a la ciudad de México.

Pero no podía llorar ni gritar ni nada, nadie le escucharía ni mucho menos le haría caso. La gente caminaba por todas direcciones pero sin ver a nadie y si alguien tropezaba se tenía que parar por sí mismo porque nadie acudía para ayudarlo, entonces para que gritar, para que llorar.

En esa terrible soledad en medio de ese mundo de gente recordó las palabras del anciano. Pueblo que fueras, has lo que vieras. Y así lo hizo. Empezó a caminar como lo hicieron varias personas en una dirección, hasta llegar a una vieja estación de autobuses, donde preguntó en que parte de la gran ciudad se encontraba. Un policía que estaba por el lugar accedió a responderle todas sus interrogantes y de paso le preguntó que andaba haciendo una persona tan pequeña por esos rumbos sin la compañía de sus padres o hermanos mayores.

El pequeño Crisanto le contó de nuevo con lujo de detalles la historia de su travesía y el motivo de su viaje. El policía no contaba con la sabiduría del viejo anciano de la ciudad de Papantla, pero no dudó en ayudar a este pequeño que a leguas se veía tenía muchas ganas de trabajar y de estudiar en serio, y sobre todo, que a la hora de exponer su sueño lo hacía con una formalidad y solemnidad que dejaba a todos sorprendidos.

El policía invitó a su casa al pequeño a pasar la noche mientras se acomodaba en algún empleo y se acoplaba a la rutina del mundo citadino y del ruido de la gran ciudad.

Muy temprano por la mañana el pequeño Crisanto fue levantado por el policía para llevarlo al mercado de La Merced, que se ubicaba a solo unas cuadras de su vivienda, fueron a comprar frutas y verduras que la esposa del policía vendía en una pequeña tienda instalada en su mismo hogar.

El bullicio del mercado le agradó sobre todo porque descubrió que otros pequeños de su misma edad a bordo de unos pequeños aparatos con ruedas (diablos) cargaban la mercancía de los comerciantes y de los clientes de un lugar a otro.

De nuevo, aplicó la frase del anciano de Papantla: Pueblo que fueras, has lo que vieras. Al otro día, se apersonó en el Mercado de la Merced para ofrecer sus servicios en un gran local donde vendían verduras, frutas y legumbres. El dueño del negocio, con un acentuado acento español le agradó el tono respetuoso del pequeño quien le expuso con claridad su necesidad de trabajar no solo para ganar algunos pesos para comer sino para ahorrar el suficiente dinero que le permitiera pagarse sus estudios de secundaria hasta llegar a la universidad.

El empresario no dejó de sorprenderse por las palabras expuestas del pequeño cuyo ropaje humilde decían una cosa de su persona, que era un truhán más que pasaba por su negocio, que fingiría trabajar algunos días para después de huir con algunas monedas con rumbo desconocido, pero el lenguaje que utilizaba para describir su petición urgente de trabajo y sus proyectos inmediatos mostraban a una persona lo suficientemente madura que merecían una oportunidad. Y el comerciante tuvo mucha razón.

Desde los primeros días que contrato a su pequeño mozo descubrió la diferencia con el resto de los niños. Reía solo cuando era necesario, pero la mayor parte del tiempo se mostraba serio y obediente. Cuando le marcaban una hora para llegar a su trabajo, cuatro o cinco de la mañana, el pequeño llegaba una hora antes, aun antes que su patrón, y en vez de esperar a que llegara para realizar su trabajo, lo adelantaba, lo que le hacía ganar el elogio de su patrón y el enfado de sus compañeros de trabajo, otros chiquillos de la misma edad que obviamente descubrieron en la personalidad de Crisanto a un personaje totalmente diferente.

En las horas que le tocaban de descanso rápidamente se colocó en una escuela secundaria, donde con mucho esfuerzo logro inscribirse, pues en su apuración de salir de su pequeña comunidad dejó sus documentos personales, su certificado de primaria y su acta extemporánea de nacimiento. Documentos que logró conseguir vía correo enviado por su señor padre, a quien en una carta le narro con lujo de detalles su aventura y su deseo de estudiar en la ciudad de México. Don Mariano, ya no quiso presionarlo u obligarlo a regresar, el chamaco había demostrado que traía garra para ser grande y él no sería un obstáculo en su vida.

Mientras el resto de los chamacos que trabajan en el mercado de La Merced se perdían en el sórdido mundo de las drogas y del alcohol, Crisanto se amanecía leyendo sus libros y haciendo sus tareas. Los pesos que se ganaba no eran muchos pero eran lo suficiente para comprar libros, zapatos y ropa, solo la necesaria para sobrevivir en esa gran ciudad.

El dueño del negocio donde el niño prestaba sus servicios lo había hecho un héroe con sus clientes que le dejaban productos de todo el país. Les contaba cómo había llegado un buen día ese pequeño y como lo había logrado convencer con su claridoso verbo, les narraba como estudiaba por las noches en el pequeño espacio de su bodega donde le permitía dormir y bañarse, y donde en más de una ocasión por las madrugadas lo había venido a vigilar para evitar alguna travesura del menor, encontrándolo en plena concentración en el estudio, practicando frente a un espejo una pieza de oratoria del ideólogo Jesús Reyes Heroles o una poesía del bardo Salvador Díaz Mirón con la que participaría en un concurso escolar.

Antes de que se cumplieran los tres años Crisanto logró terminar su secundaria, pues hábilmente había presentado materias por adelantado lo que le permitió salir mucho antes que los de su generación. En señal de respeto hacia su patrón que le había dado la mano en esa gran ciudad, cada resultado de sus exámenes se lo entregaba en sus manos en clara señal de que estaba cumpliendo con su palabra de que trabajaría y estudiaría al mismo tiempo.

De sus padres y sus hermanos se olvidó por completo. No había lugar para el sentimentalismo barato o la nostalgia que deprime a los timoratos. Eran tiempos de estudiar y de forjarse un futuro bajo la más fiera disciplina del trabajo.

Tan pronto tuvo el certificado de secundaria en sus manos empezó a analizar su futuro.

¿Estudiaría la preparatoria en alguna vocacional de la UNAM?

Por esas circunstancias de la vida al negocio de frutas y legumbres donde trabajaba y donde ya había ascendido por supuesto, al rango de encargado de la caja, llegó un grupo de soldados del Campo Marte, entre los que iba un viejo Sargento de nombre Ignacio Torres, quien a la hora de pagar y checar la comisaria encargada le llamó la atención la lucidez y la inteligencia natural del joven Crisanto.

¿Qué estudias le pregunto el sargento con voz amigable? Acabo de concluir la secundaria, y antes de que terminara de responderle le sacó debajo de su máquina registradora la copia de su certificado y de su boleta de calificaciones, donde lucían hermosos los dieces con número y con letra y las felicitaciones en cada renglón de las materias cursadas.

¿Y ahora qué vas hacer, a donde seguirás estudiando? Le volvió a interrogar el sargento, quien para ese momento ya había sido cautivado por la viveza del pequeño Crisanto que para ese tiempo ya contaba con catorce años.

El pequeño se inclinó de hombros y le contestó que en eso andaba pero que aún no se decidía qué camino tomar.

No debes de equivocarte de camino. Elegir la carrera correcta marcara tu futuro, si fallas en la selección de la misma tu vida estará destinada al fracaso, no dejes de considerar como la mejor opción el colegio militar. Una vez que ingresas lo único que debes de hacer es mantener la disciplina y el estudio permanente, cuando sales terminas con un grado y con un futuro halagador que ninguna universidad pública o privada de México te puede ofrecer, además de que te da la oportunidad de ascender cada determinado tiempo hasta llegar al más rango de general. Un sueño que se ve lejos cuando ingresas pero que para mentes privilegiadas como la tuya y disciplinadas como tú no es nada difícil. Mientras el sargento terminaba de gesticular sus últimas palabras, Crisanto recordó las palabras del viejo anciano de Papantla de nuevo: Pueblo que fueras, has lo que vieras. Y repaso con agilidad mental la vida de sus héroes de la infancia, los grandes generales de la historia. Napoleón Bonaparte, Alejandro Magno, Escipión "El Africano", Rodrigo Díaz de Vivar "El Cid Campeador", Guillermo de Normandía "El Conquistador", Simón Bolívar y Hernán Cortes, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Porfirio Díaz Mori, Álvaro Obregón y don Plutarco Elías Calles, entre otros.

Días después presentaba examen de admisión en el glorioso Colegio Militar, apoyado por supuesto, por el dueño del negocio que lo había recibido en la ciudad de México de nombre José María pero conocido entre los comerciantes como don Chema.

El resultado del examen se lo dieron días después, que al abrir el sobre de resultados festejó con descomunales gritos de felicidad. Crisanto Romero había ingresado a la principal escuela militar del país. Su sueño de aquellos lejanos años de la infancia se había empezado a materializar.

Los años en ese colegio militar que para algunos o casi todos, es un largo periodo de sufrimiento y disciplina para Crisanto Romero fueron unas vacaciones permanentes de aprendizaje, de entrega, de devoción a las armas, de estudio permanente. Era tanta su hambre por crecer y por alcanzar el más importante rango en la milicia que se adelantaba a las materias, siempre adelantaba la lectura de los libros de los siguientes semestres, por eso cuando le tocaba cursar sus nuevas materias, casi todo se sabía de memoria, aunque tenía que fingir ante sus maestros no entender a sus cátedras para no ser encuadrado en el estudiante Nerd engreído y soberbio.

El día de su graduación logró obtener las mejores calificaciones y las más altas condecoraciones en todas las disciplinas. Empezando así su ascenso en el mundo militar de nuestro México contemporáneo.

En la navidad de 1983 o 1984, mientras el viejo Mariano Romero, se preparaba para dar las palabras del 24 de diciembre, alguien toco a su puerta. Los hijos Ricardo y Marcos Romero salieron en estampida a abrirla, creyendo que era alguno de sus tíos. No eran ellos los que llegaban al hogar, era el Subteniente Crisanto Romero, ataviado de su elegante traje militar, su espadín y su arma de cargo, una cuarenta y cinco.

Todos gritaron de felicidad y se abrazaron y lloraron. El viejo Mariano se aguantó como los machos, contuvo sus lágrimas y salió a dar el abrazo a su retoño que algún día creyó se había escapado de sus dominios para nunca más regresar.

Actualmente el señor Crisanto Romero es General de División y se desempeña en el estado Mayor Presidencial como subjefe de Logística del Presidente Enrique Peña Nieto, desde donde sigue aportando todo lo mejor de su persona para su pueblo y su familia.

Feliz Navidad a todos los lectores de esta columna, en especial para este emblemático personaje de la región de Papantla que se supo imponer ante la adversidad desde su más tierna infancia, quien en los peligros y acechanzas de su biografía siempre estuvo inspirado por la célebre cuarteta diazmironiana que reza:

Fiado del instinto que me empuja,

Desprecio los peligros que señalas,

El ave canta aunque la rama cruja,

Como que sabe lo que son sus alas... Feliz Navidad.



 


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