09/07/2014 22:39:40 - Xalapa, Ver. por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Wicker era un reconocido periodista, jefe de la corresponsalía en
Washington del New York Times. Frecuentaba los círculos intelectuales, políticos
y económicos de la capital del imperio. Sus columnas eran lectura obligada entre
la clase dominante, en donde nadie olvidaba que durante cuatro horas el viernes
22 de noviembre de 1963, sus despachos fueron las únicas noticias del atentado
a Kennedy en Dallas. Vivía en una gran casa, sus hijos asistían a los mejores
colegios... pero se sentía fracasado: sus aspiraciones literarias quedaron en seis
novelas que no cambiaron el mundo; tenía sobrepeso y vivía un divorcio. En la
tarde del 10 de septiembre de 1971, después del almuerzo en un exclusivo club
privado, recibió la noticia de que los presos amotinados en Attica lo querían como
testigo de las negociaciones con las autoridades; y de esa experiencia nació
Tiempo de morir, quizá el motivo de la discusión con Baldwin.
James Arthur Baldwin nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem en
1924, en plena depresión. Hijo de un predicador fanático y autoritario, y de una
mujer cuya ocupación principal era echar hijos al mundo, Baldwin se convirtió en
la voz literaria de los negros norteamericanos principalmente durante las luchas
civiles de la década de los sesenta. Su amor por los libros era tan grande como
el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos
ensayos, nos presenta desde el primer párrafo una brutal introducción a su vida:
Juego de ojos
"El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después,
nació el último de sus hijos.
"Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos
acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas
revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después de la ceremonia fúnebre
de mi padre, cuando su cuerpo aguardaba en la capilla, un motín racial se desató
en Harlem [...]
"El día del funeral de mi padre cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio
entre despojos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios
mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, la más
sostenida y brutalmente disonante de las obras. Y me parecía también que la
violencia que nos rodeaba mientras mi padre se iba de este mundo había sido
concebida como un correctivo para la arrogancia de su hijo mayor [...]
"Había decidido rebelarme en su contra por las condiciones de su vida y por
las condiciones de nuestra vida, pero cuando llegó su fin comencé a interrogarme
sobre esa vida y también, de una manera no antes conocida, me hice aprehensivo
acerca de la mía".
Resulta por lo menos asombroso, después de esta descarnada confesión,
saber que Baldwin siguió los pasos del muerto y que adolescente aún fue
consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside de Harlem, barrio
que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra
norteamericana y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento
pro derechos civiles del siglo pasado. Quizá una explicación sea que aquél era
en realidad su padrastro pues James fue hijo ilegítimo. Otra, que las misteriosas
tensiones en la relación padre-hijo se manifiestan en conductas de complejidad
insondable. Sea como fuere, en el púlpito Baldwin se tropezó con la que sería
su verdadera vocación, la literatura, aunque ese encuentro no sería evidente de
inmediato y pasaría a formar parte del arcano bagaje con el que se ensambla el
espíritu de los seres humanos.
En uno de sus numerosos ensayos, casi todos salpicados con pasajes
de su propia biografía, asentó que sus tres años en el púlpito lo convirtieron en
Juego de ojos
escritor porque vivió expuesto a la gran desesperación y simultánea gran belleza
de la grey a su cargo. Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista indio R. K.
Narayan, quien se alejaba de las ventanas pues desde ellas son visibles millones
de historias. Y viéndolo bien, ¿no es lo que pasa a los periodistas, escritores y
otros creadores que andan por la vida con los ojos abiertos? En rigor, no hay que
ir muy lejos para obtener material.
Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos manuales
antes de establecerse en el barrio bohemio neoyorquino de Greenwich Village
y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en
el diario The New York Times e hizo amistad con el autor Richard Wright, quien
habría de ayudarlo a conseguir una beca con la cual en 1948 viajó a Francia y a
Una vez más vemos cómo, de manera que me resisto a creer sea
accidental, una carrera literaria se entrelaza con el periodismo. Durante su
estancia en el Village (crisol de espíritus creativos de todas las nacionalidades
y razas) Baldwin, no siendo precisamente un reportero, sí fue un periodista
especializado que se ganaba la vida escribiendo para los diarios reseñas de los
libros que devoraba día y noche.
En 1953 publicó su primera novela, Ve y dilo en la montaña, obra en la que
resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que de acuerdo
a los críticos, le consagró como el más sobresaliente comentarista negro sobre
la condición de los de su raza en los Estados Unidos. La siguiente, El cuarto de
Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual; Apuntes de un hijo de la
tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias
de su juventud. Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el
fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el
tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El precio de
la entrada (1985), entre otros títulos.
El tratamiento de temas a partir de su abierta preferencia homosexual
hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde los mismos círculos que se
beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría
Juego de ojos
de color. Eldrige Cleaver, uno de los notorios "Panteras Negras", lo acusó de
exhibir en su obra un "doloroso y total odio hacia los negros".
"Supongo", respondió el autor, "que todo escritor siente que el mundo en el
que nació es nada menos que una conspiración contra el cultivo de su talento".
El próximo mes de agosto, 90 aniversario del natalicio de Baldwin,
se cumplen también 51 de aquella jornada histórica en que millones de
norteamericanos escucharon en Washington a Martin Luther King pronunciar la
portentosa oración que bajo el título "Tengo un sueño", habría de convertirse en el
programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y el resto
del mundo.
Dos existencias destinadas a cruzarse. Mi lado racional puede descartarlo,
pero el mágico dice que en lo humano no hay nada accidental, y como Edmundo
Valadés, sostengo que hay vidas y obras que están destinadas a complementarse.
Llámese como sea, hay entre Baldwin y King coincidencias por lo menos notables,
cuando no estremecedoras. Negros, hijos de predicadores y ellos mismos
ministros del púlpito, seres de gran potencia intelectual, inconformes, creativos y
atormentados por la obsesión de un cambio posible y de una vida mejor.
"Tengo un sueño -exclamó King ante miles de compatriotas reunidos en
Washington el 22 de agosto de 1963- de que mis cuatro pequeños hijos un día
habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la
entereza de su carácter".
Baldwin, por su parte, escribiría en un recuerdo sobre su niñez en Harlem:
"Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente.
Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si podría aplicarla, pero eso era lo
único que poseía".
No lo sé de cierto, pero es casi seguro que Baldwin estuviera entre la
multitud frente al monumento a Lincoln aquel jueves de verano, pues desde
principios de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse
a la lucha al lado de King, sin dejar de buscarse a sí mismo. Otra faceta de
este creador: su compromiso con la democracia y contra la opresión. Producto
de muchas minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) en un
Juego de ojos
momento de su exilio decidió que además de su participación intelectual debía
ensuciarse las manos como militante. Así, retornó a Estados Unidos y viajó
extensamente por las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese
tiempo fueron Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.
Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y llegó a la
conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después
del asesinato de sus amigos Martin Luther King y Malcolm X, regresó al extranjero
en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que
encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. "Una vez inmerso en otra
civilización -escribió- te obligas a examinar la propia." James Baldwin, como King
y millones de negros norteamericanos, fue producto de ese encuentro forzado y
doloroso que conocemos como esclavitud.
Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas
recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si,
guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado
el Atticus Finch de los derechos civiles negros...
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